Éramos yo y la noche. Una oscuridad profunda se abría paso entre nosotras, creando un abismo extraño de silencio que nos rodeaba como una niebla tan densa que podíamos sentir posarse sobre los párpados. Aguardábamos la llegada del relámpago, que un destello de luz nos rescatara de este lugar inhóspito al que habíamos caído.
En la espera decidí recorrer los largos pasillos de la casa, ahora enmudecidos por la quietud nocturna. A cada paso iban resonando mis ecos. Se me hundían las huellas bajo el crujir de la madera. Sobre esos suelos invisibles temí perder la solidez de mi cuerpo entero. ¿Y si caigo pero no me abraza ningún abismo? Aquella negrura me enviaba sonidos difíciles de ubicar. ¿Y si me pierdo en esta oscuridad y los recuerdos me olvidan? Creí oír murmullos en la distancia… ¿Qué será de mí, de todo lo que viví aquí…?
La oscuridad trae terrores, cuando son otros quienes apagan la luz. A mí la oscuridad, esa madrugada, me otorgó otra visión: se revelaban ante mí, blancos como la nieve, los huesos de los vivos y de los muertos. Como una radiografía. Es como si todos compartiéramos el mismo espacio. Y el silencio está lleno de voces pero ninguna dialogando, todas solas, solas… eternamente solas.
Las flores cantan al marchitarse con un suspiro, el pétalo arrugado que cruje un breve instante y luego cae. Las gotas de lluvia se arrojan sobre el mundo minúsculo de los insectos, los hongos, las raíces; se funden con la tierra y el olor de la humedad del pavimento. Pensaba en todas las cosas que atrae la gravedad hacia su centro. Yo misma, tal vez. ¿Era yo una presencia visible para alguien?
Seguí deslizándome en la noche como una sonámbula sin rumbo, tanteando con mis manos cada miedo y cada duda, puertas y paredes. La casa empezaba a ser infinita y yo un alma perdida en esa inmensidad. A cada paso un miedo nuevo afloraba (¿y si nunca logro salir de aquí? ¿y si nunca llega la esperada luz del relámpago?). Empecé a olvidar con qué fin me había dispuesto a abandonar mi habitación. Por qué me había arrojado a mí misma a lo desconocido.
Sin embargo, entre mis temores no estaban aquellos huesos tan nítidos. En la casa había más cadáveres de los que yo hubiera imaginado, pero no me perturbaba ahora en esta extraña lucidez nocturna. Tal vez porque era lo único que podía ver con total claridad: la muerte no se ocultaba, y esa honestidad no era terrorífica. Luego estaban los que dormían. Sus huesos eran los mismos que los de los muertos pero a la vez distintos. Es algo difícil de explicar, sin embargo, yo sentía la diferencia sutil entre los vivos (durmientes o no) y los fallecidos.
Ninguno de los que dormían se había visto afectado como yo por la súbita ausencia de luz. Hubiera sido más fácil dormir como ellos, ajenos a todos esos cambios que murmuraban en la madrugada… aunque yo me había despertado y ya no conseguía conciliar de nuevo el sueño, sabiendo todo lo que ahora sabía.
No tenía claro a dónde pero mis pasos se dirigían a algún lado y la casa era una enorme barrera que parecía inexpugnable. A tientas iba palpando sus puertas, sin encontrar aquella que debía abrir. Las ventanas no me traían noticias del exterior; como si alguien las hubiera tapiado, se negaban a mirarme. Las paredes, con sus retratos polvorientos, espejos ciegos y lánguidas flores eran las de siempre pero no me guiaban hacia ninguna parte. La casa ahora era un laberinto suspendido sobre ese abismo de silencio y negrura al que yo no quería caer.
Entonces sentí lo que ya no podía evitarme más a mí misma: el nudo de nubes, negras como aquella soledad, me iba asfixiando con dedos invisibles, apretando mis pulmones como pájaros que agonizan en un puño cruel… las paredes me empujaron hacia la marea negra, densa, venenosa, que me tenía atrapada de pies y manos… mi garganta enmudecía a cada aliento hasta que se me terminó de congelar el grito en los labios. No podía gritar, nadie podría oírme. Nadie me veía. Éramos solo yo y esos muertos, todos los muertos del mundo y yo. Los que nadie recordaba y solo yo podía ver… mi grito mudo se volvió lluvia. Y todo el silencio aparente rompió en un estallido.
Primero lo escuché en las ventanas, fuerte como el granizo; pensé que los cristales iban a caer sobre mí con todo el peso de mi dolor fragmentado. Luego llegó el relámpago y vi mis manos blancas con dos rosas que sangraban y mis lágrimas regándolas. Eché a correr empujada por una fuerza desconocida y derribé la primera puerta que salió a mi paso.
Allí estaba la noche y el campo iluminado por destellos que rasgaban el cielo sin estrellas. Atrás la casa: yo estaba fuera, había salido del infernal laberinto. Me miré, perpleja, las manos: de las rosas solo quedaba la sangre. Había sido real… miré hacia la casa y temía que su oscuridad salpicada de huesos me arrastrara hacia dentro y terminara de devorarme. Así que corrí y fue como meterme en el más incierto de los océanos. La lluvia me ahogaba y su viento, como un caballo sin riendas, me desestabilizaba a cada paso y me hacía caer. Sentí una hierba áspera contra mis rodillas. La tierra se dio de bruces con mi piel de fantasma. Soy el fantasma más sólido que jamás he visto.
Recordé cuando una vez de niña sentí un aleteo llamar al cristal de la ventana, iluminada pálidamente bajo la luna llena de la noche más larga de diciembre. Mi aliento se congeló contra su rostro de nieve y me quedé muda, en un terror sobrenatural. Sus ojos eran reales, profundamente indescifrables… pero se convirtieron en niebla entre mis dedos. ¿Sería yo ahora también niebla para alguien?
Me sentía desfallecer en aquella tempestad, yendo a la deriva hacia la masa oscura que era el bosque. Había escapado por la parte norte de la casa. Nunca nos dejaban salir a los jardines por allí; eran terrenos apenas transitados, que me limitaba a contemplar por la ventana. Esa madrugada, sin embargo, la puerta se había abierto y me empujaba hacia una extraña libertad.
¿Sería todo esto un sueño, un falso espejismo? Avancé como pude, cayéndome, arrastrándome, poniéndome en pie de nuevo. Todo mi cuerpo era un temblor sacudido por la tormenta. Cada destello de relámpago me deslumbraba con un recuerdo…
Las descargas sobre mi cuerpo.
La habitación blanca.
Las ventanas cerradas.
Los gritos.
La rabia.
Los días iguales.
El ataúd.
Los huesos.
Los rosales.
La nieve.
Todo dolía. Mi mente era una encrucijada sin escapatoria; ellos se encargaban de mantenerme encerrada. Pero allí estaba esa noche, había salido. Y no me encontrarían, no. No iba a permitirlo. En el bosque la lluvia me dio tregua: entonces sentí el peso del naufragio, todas mis partes rotas arrastradas a esta orilla. Me aterrorizaba la imagen de los muertos que dejaba detrás. Ellos no pudieron escapar. Ellos fueron devorados por las paredes blancas. Yo nunca quise encontrar allí la muerte. Nunca quise conocer mi propio ataúd. La idea de volver a estar encerrada, aún muerta, me hundía en la más absoluta angustia…
No tenía lugar al que huir. Y no sabía si podría llegar a escapar algún día de mi propia mente… me faltaba el aire otra vez. Pero volver no, eso no era ninguna opción… mis pulmones se hacían pequeños. Estaba demasiado rota, supongo. El aire… Demasiadas veces me habían intentado reparar. Pero las cicatrices ya no cierran de la misma manera. Las piezas no vuelven a encajar igual…
Atrás la pesada sombra de la casa con su presencia asfixiante me reclamaba. Seguí avanzando, aferrándome a los árboles. Me daba miedo que empezara a despuntar el alba en cualquier momento y la luz del sol me sorprendiera en ese bosque. Entonces la casa me encontraría y me traería de vuelta… no, yo no iba a volver. La casa no me quería viva. La casa me quería depositar en un ataúd.
Éramos yo y el horizonte. El tiempo me había abandonado en algún momento que no recuerdo. Las memorias, como la tormenta, seguían grabadas en mi piel. Todo era más intenso y nítido incluso que antes. Había llegado a los límites del bosque. Estaba en lo alto de un acantilado, observando el mar y el sol naciente. No quería mirar atrás, no quería rendirme. Lloraba sin fuerzas, respiraba sin sentirme ya en mi propio cuerpo. El abismo no me abrazará… pero tal vez el viento, el mar y allí en lo profundo, los peces y el coral… tal vez me acojan… Cerré los ojos y me entregué.
El sonido de las olas, fieras, sacudiendo esas rocas inexpugnables se convirtió en el sonido de mis propios huesos, blancos, contra el abismo. Un estallido de cristales, como un espejo roto; como la nieve que vi caer la mañana del día en que me encerraron. Como las rosas que deshojé a solas cuando nadie miraba. Mi sangre se convirtió en océano y mi voz en viento. No, nunca me encontraron.
© Virginia Marín
Estás sin aliento hasta el final,el corazón se acelera y tu relato va atrapando como la casa maldita,el final es magnífico,el océano y el viento!!!
Magnífico y sobrecogedor 📝📝❣️❣️❣️❣️❣️📝📝📝⚡⚡⚡⚡✍️✍️✍️✍️
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Fue un relato muy intenso de escribir. Surgió mientras vivía en Inglaterra una noche en que la casa se quedó a oscuras por un corte de luz. Ahí me vino la idea del inicio del relato sin saber (pues iba yo también tanteando en la oscuridad) dónde iba a desembocar. Y me removió mucho, la historia me llevó a mí en ese desasosiego a través de la oscuridad primero, de la tormenta y del bosque después… hasta llegar al acantilado. Me alegro mucho de que te haya transmitido esas emociones!! Un abrazo enorme, querida, y gracias por tus palabras siempre 💜
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Muy inquietante, me ha transmitido una extraña claustrofobia, más emocional que física. El final un precioso alivio.
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La claustrofobia curiosamente es uno de mis mayores miedos. Y con este relato, salieron muchos terrores profundos y ancestrales a la superficie. ¡Me alegro de que te haya transmitido! Muchas gracias por contármelo 💜💜
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