Alejandra se ha vuelto pájaro.
Ha derramado sus alas sobre nuestra sangre huérfana.
Alejandra le ha entregado sus dos ojos a la noche,
al viento sus cantos de fúnebre enamorada.
Dínos qué hacer con los huesos marchitos
dispuestos sobre la tierra ocre y la sombra ajena,
cómo enmendar la ausencia que dejas
en el abismo recóndito, frío y solitario de la última inocencia.
Me pregunto si en algún lugar habitas
con mirada de ángel caido cada verso recitado,
con trémula invocación de madrugada.
Me pregunto si eras tú quien incendiaba mis jaulas
sin yo saberlo; quien me dio fuerzas para arremeter
contra la inercia cuando la muerte me llamaba.
¿Seguirás siendo tú, Alejandra, cuando yo ya no sea yo
sino cuerpo que se hunde en la deriva del tránsito
hacia el último océano ?
A veces siento que Alejandra me habla desde la otra orilla de la noche. Y sus palabras se me convierten en lluvia que resbala por unas memorias que solo mi alma recuerda. Alejandra le prendió fuego a su jaula un 25 de septiembre de 1972.
© Virginia Marín
La noche, el poema
Alguien ha encontrado su verdadera voz y la prueba en el mediodía de los muertos. Amigo del color de las cenizas. Nada más intenso que el terror de perder la identidad. Este recinto lleno de mis poemas atestigua que la niña abandonada en una casa en ruinas soy yo.
Escribo con la ceguera desalmada con que los niños arrojan piedras a una loca como si fuese un mirlo. En realidad no escribo: abro brecha para que hasta mí llegue, al crepúsculo, el mensaje de un muerto.
Y este oficio de escribir. Veo por espejo, en oscuridad. Presiento un lugar que nadie más que yo conoce. Canto de las distancias, escucho voces de pájaros pintados sobre árboles adornados como iglesias.
Mi desnudez te daba luz como una lámpara. Pulsabas mi cuerpo para que no hiciera el gran frío de la noche, lo negro.
Mis palabras exigen silencio y espacios abandonados.
Hay palabras con manos; apenas escritas, me buscan el corazón. Hay palabras condenadas como lilas en la tormenta. Hay palabras parecidas a ciertos muertos, si bien prefiero, entre todas, aquellas que evocan la muñeca de una niña desdichada.
Alejandra Pizarnik
(1936 – 1972)